lunes, 21 de julio de 2008
21 de julio
Proponerse no pensar, no sentir, qué sentir, qué pensar llegada alguna hora especial sirve de poco. Llegado el momento, los sentimientos y los pensamientos vienen y van como quieren. Caen volados con los recuerdos que cargan las nubes o los rayos de luz de ciertos días que algún momento tuvieron y seguramente tienen todavía significado especial. De la misma manera que objetos cotidianos, ciertos gestos nos traen recuerdos que pensamos olvidados, que ya no pensamos, de esa misma manera fechas como cumpleanios nos llevan a otros tiempos, lugares, ilusiones ya pasadas.
Yo hoy aprendí a no proponerme no sentir tristeza, a no proponerme forzar la alegría. Quise que fuera un día como cualquiera, quise que fuese un cumpleanios como en anios pasados, con una llamada, platicar, contarse cosas. Lo fue, hasta cierto punto, fui a pasear a la orilla de un lago, acompaniada de una foto, el viento, las nubes. Platiqué con él, le conté mi vida. Pero en vez de su risa y el relato de sus planes cumpleaniezcos hube de escuchar mi llanto y mi tristeza, el vacío que dejó. Fue hasta muy después, emprendido el camino de vuelta, que sentí su companiía cálida, imaginé su risa y su voz. Dejé de sentirme tan sola. Allí está su candela, allí esta su fotografía, en mi casa comieron un pastel y él está con todos nosotros. Donde estemos.
Es por eso, que hoy en su cumpleanios, quiero compartir con aquellos que lo conocieron y los que de oidas saben de él, algo que me compartió un amigo, un conocido de muchos anios ha, sobre él. Es un recuerdo que me ha acompaniado los últimos meses, mientras trabajé intensamente en el hospital y lo comprendí mejor que nunca.
Fue hace muchos anios, cuando nuestros padres luchaban por un mundo más justo, cuando emprendían la pelea que a los de nuestra generación hizo lo que somos y cómo somos. En esos días, oscuros o brillantes, Miguel, un hombre aparentando menos anios de los que realmente tenía, me lo imagino como en algunas fotos lo ví, de cabello negro, bigote y delgado, piel morena, tan dispuesto a una risa profunda, como a un brote de cólera o llanto intenso, llegó a visitar a su amigo suizo. Algo buscaba, no recuerdo qué y para lo que voy no importa. El hecho es que llegó a ese cuarto, me lo imagino poco amueblado, casi vacío, eran tiempos austeros. Allí, en la cama estaba su amigo, sufriendo, enfermo de diarrea, la bien conocida venganza de Moctezuma. Éste amigo le contó su pena, su sufrimiento y su impedimento. Miguel sufrió con él, vivió con él sus dolores, empatía total, tomó lo que necesitaba y se fue. Pasados algunos momentos después de su partida al amigo se le ocurrió, recordó, reconoció que Miguel, siendo médico de profesión y en cuerpo y alma, escuchó todo y no dijo nada. Ningún consejo, ninguna pregunta, simplemente lo acompanió, tal vez, imagino yo, tomó su mano, sufrió con él. Tal cual lo ví hacerlo cuando era ninia, cuando lo acompaniaba. Me dijo el amigo de mi papá, que en ese momento fue la mejor medicina que pudo recibir. Y que ese es el recuerdo que de él guarda, guardará y quiso compartir conmigo y ahora comparto con ustedes yo. Porque siendo lo que haya sido, habiendo hecho lo que hizo, lo acertado y lo errado, ese es un recuerdo que de él quiero guardar. Es como lo quiero recordar.
Así pues, con un tango triste al fondo, desde remotos lugares alemanes, escribo estas palabras para que a través de ustedes lleguen hasta el Doctor Miguel Alvarado, también conocido como el doctorcito o doctor Chapatín, mi papá, en algún lugar entre el cielo, el agua y la tierra, entre flores, árboles, montanias y mucho más.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario