domingo, 31 de enero de 2010

experiencias

Ayer fue mi primera guardia de fin de semana en el hospital, después de dos meses exactos de estar trabajando. Todos me dijeron que es bastante liviana, que se trata solo de sacar sangre, aplicar los medicamentos intravenosos, revisar los resultados de la sangre y tomar las medidas pertinentes.
A veces pasan cosas que uno no se espera. O que se espera, pero no se espera. Ayer, en mi servicio fue algo así. De pronto una enfermera se me acerca y me dice, el paciente tal y tal murió. Fue una sorpresa, fue un susto, fue... Una sorpresa porque apenas el día anterior mis colegas habían discutido qué hacer para mejorar la situación del paciente. Un susto, porque mi primer impulso fue echarme a llorar, yo no había conocido bien al paciente, pero lo atendí durante dos días y lo había visto con pocas, pero con ganas de salir adelante hace una semana apenas; el segundo impulso fue no, llorar no, eres el médico, pórtate como tal... pero cómo en una situación como ésta? Fui pues, con la enfermera que me había avisado, y entramos al cuarto. Se sentía en el aire, tangible, el sentimiento de pérdida de los familiares. Cuando ví al senior, supe, aun sin revisarlo de cerca que había muerto. Ya no se parecía en nada a la persona que había yo visto, con la que había yo hablado, a la que le había yo echado porras. Verifiqué su respiración y no había nada. Busqué su pulso, tampoco. Traté de hallar el latido del corazón y nada. Me alejé, le dije a la esposa -lo siento, ya pasó- y a los hijos también, me alejé un paso más de la cama, para darle espacio a ellos para que estuvieran cerca. Preguntamos si preferían que estuviéramos con ellos o que saliéramos. Al final salimos, diciendo que por cualquier cosa estaríamos afuera. Salí con un hoyo en el estómago, otro en el corazón, con miles de recuerdos revolotéandome en la cabeza, con las lágrimas trabadas en la garganta, envuelta en mis sentimientos. Habría querido sentarme en una esquina y descansar, pensar en lo que significa, dejarme llevar por lo que me llenaba en ese momento. Pero estaba trabajando, los vivos, los aún vivos, requerían mi atención, yo no quise invertir ese tiempo, que después me haría falta. Porque al final del día casi siempre me hace falta tiempo para algunos detalles. Así que me sacudí, no, no lo hice. Bueno habría sido. Aparté de mí conciencia lo que pasaba en mí, me concentré en lo inmediato y tangible y seguí trabajando. Después de un rato, no sé cuántas horas, el cuarto estaba vacío, ya no estaban los familiares, silencio. Unas horas después, la enfermera de turno me dijo que tenía yo que hacer la segunda visita médica al muerto y verificar la muerte. Pregunté si me podía acompaniar. Me dijo que no podía, pero sonó más a un no quiero. Fui pues, con todo allí, bien presente otra vez, en busca del muerto. Lo encontré solo, en su cama, cubierto con una sábana, en un cuarto de azulejos (creo) amarillos, en una esquina una flor plástica y una cruz, como para que no digan. Estaba obviamente muerto el muerto, pero hice mi deber y busqué las seniales definitivas. Allí estaban. Me despedí y salí, de nuevo con lágrimas en los ojos, deseando un rincón donde no estar. Me las tragué una vez más y seguí trabajando. Fue en el camino de regreso que salió todo lo que allí estaba... iba como caminando dormida. Ni el frío logró despertarme. Hube de llegar a la casa, encontrarla llena de gente y de vida, para poder apartarme de mi indiferencia hacia lo que me rodeaba, de mi pena, de mi silencio. Mucho más tarde, en la cama, lloré mientras quedaba dormida.
Ya conozco la muerte, pero esta fue una perspectiva diferente. Tan diferente y sin embargo despertó tanto en mí.

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